viernes, 18 de julio de 2008

Positively ... coffee??

Recientemente sostuve una conversación con una persona que me comentaba que recién había regresado a casa de tomarse un café con un amigo. Naturalmente, le inquirí - ¿y cómo te fué?. "Pues bien (contestó), creo que puede ser un muy buen amigo potencial".

Tomar café con alguien y regresar a casa con un buen amigo potencial es un fracaso, argumenté fríamente.

Mi interlocutor trató de contrargumentarme con racionalismos del tipo: "ash es sólo un café ... no me voy a casar con él ... no iba con esa idea ... no soy tan slut como tú".

A lo que repuse: "Pues es que lo que yo creo es que ¿Quieres ir por un café? en realidad significa: me agradas ¿quieres jugar a ver si somos compatibles?".

Lo que trataba (y trato) de sostener, es que no se puede reducir el acto de sentarse a la mesa a tomar café con un extraño como una eventualidad; situación puramente lúdica o de esparcimiento, puesto que se trata de un encuentro social (un encuentro socialmente construído, válgaseme el pleonasmo) que de ninguna manera puede tomarse como cita casual. Las razones de éste tipo de racionamiento no apuntan tanto a formalizar, solemnizar o sistematizar una situación de la vida cotidiana de lo más frecuente (cosa por demás imposible) como en evitar caer en posiciones que se fundan sobre justificaciones tales como: " es que YO no soy un fracasado(a) TÚ eres una guarra".

Desde luego hay casos que romperán la regla: se puede tomar café con el fin de estrechar lazos de verdadera amistad, o con algún compañero con quien se discute un proyecto de trabajo, por ejemplo; por no mencionar que el hecho de que la propia madre lo invite a uno a tomarse un café no implique a la mañana siguiente el despilfarro del patrimonio familiar en instituciones psiaquiátricas. Además es justo decir que se está completamente de acuerdo en que para considerar a la "charla de café" como un encuentro social se deben de contar con una serie de elementos a priorísticos que dicten que debe ser así y no de otra manera en cada uno de los casos.

Bástenos con considerar el factor tiempo como condición necesaria y suficiente para demostrar una hipótesis de trabajo sobre un caso particular, que sirva para comenzar el establecimiento de dichos principios apriorísticos: dicha condición necesaria la daría el hecho de no tener el tiempo suficiente de conocer a una persona para concederle título y trato de persona íntima.

Entonces, desde luego, se tomará la decisión de invitar o aceptar la invitación sobre la base de elementos mas o menos banales: buena apariencia, buena charla, curiosidad. Que evidenciarían una concepción del otro como objeto que como tal apunta, al cerrarse en un marco de interacción cara a cara, a su posesión - Se toma ésa intención de poseer al otro no en un sentido de posesión moral o física (aunque ninguna de esas posibilidades queda excluida, en rigor) sino en el sentido profundo del existencialismo, expuesto en un post anterior -.

Asi se demuestra una situación que es válida para todo ser humano sin excepción
, de la que no puede escapar mediante ningún racionalismo. Pero justo aquí es donde la cosa se pone interesante y es también el puerto del que parto para demostrar mi idea de fracaso.

He ahí que tengo a mi comensal frente a mi a la mesa; en un contexto social que me sugiere (casi me exige) desinhibición, soltura e informalidad a pesar de mi incontrolable nerviosismo; al mismo tiempo me encuentro rodeado de un número finito de elementos (la cuchara, la taza, el azúcar) que sirven como "fondo" de mi acción. En pocas palabras, me hallo en situación perfecta de representar un papel, como si de un montaje escénico se tratase.

¿Cuál es el papel que represento?¿Cuál es la personalidad de mi personaje? ¿Que características debe reunir el hombre/mujer que he elegido ser para tener éxito en la posesión del otro?... Ninguna de éstas informaciones nos hes dado a priori, sin duda. He ahí que deba "inventarme" yo mismo ése personaje y ¿cómo he de "inventarlo"? ... nada mas y nada menos que actuando.

Al tiempo que creo mi personaje, me deshago en un vaivén interminable de miradas, gestos y palabras; todos y cada uno de los cuales apuntan a un sólo objetivo: hacerme agradable a la presencia del otro. Puede elegir representar una comedia, montar una tragedia u optar por un extenso monólogo (mata citas por excelencia) para lograr mi objetivo. Y al hacerlo no quiero sólamente hacer las delicias de mi comensal (pura gratuidad) sino que quiero ser alguien por medio de ella/él: si opto por la comedia no quiero que mi acompañante ría, quiero ser gracioso; en la tragedia no quiero que se preocupe por mi: quiero ser profundo y complejo, en el monólogo interesante y carismático, etc. Y esto no por egoísmo, sino porque es la única manera de tener éxito en la interacción que mi comensal y yo concertamos - si fuera de otra forma mi comensal siempre puede forzar su risa o fingir preocupación o interés, pero ninguno de los dos hallaría satisfacción en ello - .

De ahí que el hecho de no haber sido suficientemente gracioso, carismático, interesante, etc. No puede atribuírse a algún ente o sustancia exterior a mi mismo (el clásico, no hubo química), sino que sólo puede ser correctamente expresado como el fracaso del proyecto que emprendí: proyecto de ser simpático, de ser interesante, de llevármela(o) a la cama...

Así pues: jugar a ser compatibles, a representar un papel que no es otra cosa que hacerme a mi mismo tal y como quiero, es la acción por la que me comprometo a ser proyecto de ser en un mundo en el que mi situación me está dada (la serie de objetos, disposiciones y reglas de cortesía del café como metáfora de un mundo que funciona de cierta manera, antes de mi) y en función del otro. No encuentro razón alguna para relegar al plano de la gratuidad y la contingencia un acto que aunque cotidiano y de lo más frecuente pueda revelarnos atisbos de lo que realmente somos, aún y sobre todo, en el fracaso.

martes, 15 de julio de 2008

Ant Counter

Perdí mi teléfono celular hace un par de meses. No era nada espectacular: no tenía cámara de foto o video, ni reproductor de mp3, ni reproducía los ringtones polifónicos de daddy yankee o nigga ni mostraba las fotos de la tetanic como protector de pantalla ni tenía gps integrado ni capacidad para conectarse a la red; caray, ni siquiera contaba con chip o pertenecía a los modelos GSM. Era un simplón teléfono digital que cumplía con las funciones básicas de llamada a celular o teléfono fijo, mensajería y despertador.

Después de intentar recuperarlo y fallar, decidí ir a comprar otro teléfono y cancelar mi antigua cuenta. Fuí con la mente fija en comprar un teléfono que cumpliera con exactamente las mismas funciones de mi aparato anterior con la intiuición de que sería lo mas conveniente (es decir, económico) para mí. Vi todos los modelos en exhibición, en efecto, un aparatito con las mismas funciones te sale en unos 300 pesos.

Perfecto ... pero ... ¿por qué no buscar algún otro que me ofrezca otra función por una módica diferencia de precio? Seguí buscando, y encontré un modelo que aseguraba reproducir mp3 además de las otras funciones básicas por un total de 500 pesos.

Feliz por haber tomado lo que consideré una sabia decisión fuí a pedirlo con el estímulo extra de recibir 300 pesos gratis de tiempo aire con su compra.

Mi entusiasmo se fué transformando en incredulidad conforme firmaba los contratos al tiempo que me explicaban: "Pues si joven pero para meterle los mp3 hay que comprar una tarjeta de memoria no incluída en 250 pesos, un cable para conectarlo a su CPU en otros 180 pesos porque no tiene blue tooth ni infrarojo ... ahora, el tiempo aire gratuito si se le otorga pero a condición de que compre dos tarjetas amigo cada mes, o sea que de momento le "regalamos" 100 pesos (que por lo demás paga usted de activación de la unidá) y los otros 200 se le añaden a su cuenta si compra crédito antes del día 30 de cada mes" todo mientras dejaba caer con desgano una cajita de 15 X 15 cm. que contenía al pequeñito teléfono sobre el mostrador.

Al momento recordé esa lección de dinámica de mercados que, antes que Marx, Dobb o cualquier profesor de historia industrial, me enseñaran los Monty Pythons cuando tenía yo algo así de 16 años:



Hallé irresistible pensar que estaba comprando una hormiga ... y que a mi nuevo teléfono debía llamarlo Marcus.